Sobre un muro, un cuervo y un gato negro se enfrentaban. El ave extendía sus alas y distendía sus plumas, el felino encorvaba el lomo y erizaba su pelambre. El primero, amenazaba con la espada de su pico y, el segundo, con los garfios de sus uñas. Prestos a dar el golpe mortal, ninguno se anticipaba en el ataque. Aguardaban el momento crucial que decidiera el destino de ambos. Una niña, perturbada por los ruidos de batalla, desde una ventana cercana, apuntaba con su rifle de perdigones —obsequio de su padrastro—. Primero el pájaro, en un graznido agónico, se desplomó en un vórtice de plumas fúnebres. Después el gato, en un maullido desesperado, se desenganchó para siempre del muro, ante el peso del inmisericorde proyectil. La niña tomó los binoculares —también regalo de su padrastro— enfocó hacia el muro y comprobó que el duelo había sido resuelto. Guardó su rifle, cerró la ventana y fue hasta el escritorio —en donde tenía sujeta con un alfiler una araña, viuda negra, que luchaba impotente con sus débiles patas menguantes— para concluir el desmembramiento; antes de que el llamado sinuoso y anhelante de su padrastro tras la puerta, la forzara a interrumpir la ceremonia.