4/20/2009

Relatos imberbes: El mortal


Lo encontré en el camino, a un lado de la vereda, sentado sobre una roca. Guardaba el rostro en sus manos, como si quisiera protegerlo de alguna visión. Las mejillas reflejaban, en surcos caídos, la luz de la noche. Los cabellos colgaban cansados, sin refugio, expuestos al dolor. Me senté a su lado, en silencio. Callamos el desasosiego de ambos, del mundo. No quise distraerle. Simplemente estuvimos. Sabía que su camino era distinto y, sin embargo, desee que mío fuera el suyo y viceversa. “Mañana es otro día” parecieron decir sus ojos blandos y humedos. No quería mentirse. La sabiduría suprema tenía la visión completa, él, era incompleto. Extendió su mano y escribió sobre la arena. Años después, cumplidas las profecías, recordaba las palabras allí escritas: “La verdad os hará libres”; y la imagen de la úlcera sobre su mano me recordaría cuan cierto había sido su caso y cuan profunda su tribulación.

4/14/2009

Relatos imberbes: el niño alado


Despreocupado, caminaba por las calles aledañas a la oficina en la que trabajo, cuando escuché algo que llamó mi atención. Provenía de un callejón oscuro y el sonido parecía como el de un pájaro herido. Me acerqué con cautela temiendo que fuera alguna animal lastimado que, en su pánico, pudiera causarme algún daño. Cuando estuve frente a él, mis ojos atontados no salían del asombro. Lo contemplé desde varios ángulos y froté mis ojos para descartar cualquier efecto o defecto visual. Pero no, allí, al lado de un cubo de basura y frente a mi estupefacción, había un niño de cuya espalda se extendían dos alas.
—¿Qué haces? —pregunté dando por sentado que era un ángel, pero él no contestó.
—¿Quién eres? —pregunté al darme cuenta de mi error.
—No sé quién soy —contestó el niño después de suspirar con desasosiego—. Lo último que recuerdo es estar acostado en el piso frente a un cementerio (lo sé porque años después reconocí la palabra), cubierto por trapos, mirando en el cielo una luna blanca, muy blanca. Y lloraba, lloraba con mucha angustia, pues mi cuerpo pequeño era mordido por hormigas hambrientas. Recuerdo que me sentía solo, abandonado y con un miedo agudo y difícil de describir; era como si el mundo entero se fuera a morir.
—¿Y no recuerdas que pasó después? ¿O algo que sucediera antes?
—No. Solo tengo conciencia de estar vagando por las calles.
—¿Vives en algún sitio con alguien?
—No, estoy solo. Me muevo de noche y duermo de día. Cuando necesito comer busco en la basura.
—¿Te habías encontrado con alguien antes?
—Eres el primero.
—Te llevaré conmigo, necesitas un baño y buena comida —le dije al niño a la par que tomaba su delicada mano en la que pude notar faltaban algunos dedos.
—¿No quieres pedirme un deseo? —me preguntó el niño, supongo que como una forma de agradecer lo que hacía por él.
—Sí, quisiera pedirte un deseo —le dije en tono de broma, sin sospechar la veracidad que ocultaban sus palabras, y vi como afloraba en su rostro un destello de felicidad.

4/02/2009

Relatos imberbes: Arlequín


Después de casi dos horas de estar bailando salsa me senté en una banca para descansar los pies. Las Fiestas de la Calle San Sebastián estaban en su mayor apogeo: casi no se podía caminar por las calles de tanta gente; hacia las mesas de artesanías apenas había acceso.
Una joven se sentó a mi lado, irradiaba una belleza singular: una mezcla de soledad con nostalgia romántica. Estaba disfrazada como un arlequín. Supongo que pertenecía al grupo de los que bailan por las calles llevando máscaras.
—¿Qué buena está la fiesta no? —le dije tratando de comenzar una conversación. Ella siguió en su mutismo. Entonces preferí compartir su quietud.
—Quisiera que el mundo fuera una esfera de cristal —dijo finalmente.
—¿Y por qué querrías eso? —le pregunté.
—Para romperlo aparatosa e irremediablemente —contestó.
No quise indagar más, no sabía los problemas que afectaban a aquella joven. En cambio dije: «Yo quisiera que el mundo fuera…bueno, realmente no sé qué quisiera. Creo que el mundo es lo que es. Quizá si te quitaras esa ropa y el maquillaje te sentirías más aliviada, podrías respirar mejor y eso te daría una mejor perspectiva».
—No puedo quitarme el maquillaje o la ropa, esto es lo que soy.
—¿Cómo que esto es lo que eres?
—Ya lo he dicho.
Traté de acercar mi mano y de correrle el maquillaje con el dedo pulgar, pero no pude. Del mismo modo infructuoso traté de retirar su sombrero. Era imposible lo que mis ojos presenciaban. Nadie era un arlequín así como así. Pensé en una especie de hechizo, como los lanzados por las brujas en los cuentos de hadas.
—No sabes lo que es despertar cada mañana y enfrentarme a esto, ver mi rostro siempre igual, quisiera ser como los demás, ser normal —dijo ella.
—No encontraba palabras que sirvieran en aquel contexto, preferí callar. Extendí mi mano y tomé la suya; se veía tan blanca.
—Quisiera poder convertirme en un arlequín, para que no te sientas sola.
Al terminar de decir esto vi que mi cuerpo comenzó a transformarse: mi piel se volvió blanca y nuevas ropas brotaron. Por primera vez comencé a entenderla: ese deseo irrevocable de que el mundo fuera una pieza de cristal. Ella tomó mi mano y me invitó a reintegrarme a la multitud.
—Bailemos —dijo— de esta manera la pena será menos amarga.